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El balón de Adil


Relato presentado al concurso “Historias de fútbol” patrocinado por la revista literaria Zenda.

El balon de adil

Adil, se levantó muy temprano. Era un día muy importante para él, cumplía doce años y comenzaba a trabajar. Por eso, cuando su madre le llamó, él ya estaba despierto; llevaba un buen rato llorando.

El niño, vivía en una aldea a unos siete kilómetros de Sialkot, una ciudad Paquistaní al noroeste del país en donde estaba la fábrica de balones a la que la mayoría de sus vecinos, incluida su familia, trabajaban. Cada mañana, excepto los viernes, muy temprano caminaban hasta allí y al final del día, juntos regresaban.

Adil, era muy buen estudiante pero siempre supo, que su tiempo en la escuela terminaría pronto, que su destino era trabajar allí también. Él, era el más pequeño de la familia y había visto cómo a los diez años, sus hermanas entraron a servir en la casa del gerente de la fábrica y sus tres hermanos mayores, al cumplir los doce, se unieron a sus padres y empezaron a fabricar balones.

El chiquillo sabía que a partir de ese día, no podría volver a jugar en el equipo de fútbol de la escuela: su verdadera pasión. Dándole patadas al balón se sentía único. Era mucho mejor que sus compañeros y le encantaba cuando sus amigos celebraban los goles que él se encargaba de meter al equipo contrario. Siempre pensó que llegaría lejos, que le ficharía un equipo importante, pero eso ya nunca pasaría, todo se había acabado. Esa era la causa de su tristeza.

Todos los suyos trabajaban en la fábrica. Su madre, era una de las encargadas de dar el visto bueno a los productos. Su padre, cortaba el cuero en pequeños pedacitos y sus tres hermanos mayores, estaban en el área de xerografiado, en la que protegidos por una mascarilla que les tapaba la boca y la nariz, daban color a los octógonos. A él, le había dicho que le pondrían a unir los pedazos. Tendría que coser los octógonos. Sus manos eran pequeñas y hábiles, justo lo que se necesitaba para esa tarea.

El camino hasta la fábrica era largo y la madre de Adil, al ver la cara tan triste que llevaba su hijo, se puso a caminar a su lado y empezó a hablar con él.

―Dime cariño, ¿qué te pasa? ¿No estas contento de que ya te tratemos como a un adulto? Hoy vas a empezar a trabajar. Ya no serás una carga para la familia. Igual que tus hermanas, tus hermanos, tu padre y yo, vas a contribuir a que vivamos mejor. ¿No te hace eso feliz? ―le preguntó.

El chiquillo, se sintió muy mal al oírla. Las palabras de su madre le habían hecho darse cuenta de lo egoísta que era. Solo había estado pensando en él, sin darse cuenta de lo necesario que era para los suyos. Humillado y avergonzado, se secó las lágrimas que le habían empezado a caer y asintió con la cabeza.

―Claro madre. Me da un poco de pena dejar la escuela y no poder jugar más al fútbol. Pero ya se me está pasando. Me alegro mucho de que usted y padre, hayan encontrado algo en lo que yo pueda ser útil.

La madre, sintió lastima del niño. Le había dicho las palabras que ella sabían eran necesarias para que Adil comprendiera cual era la verdadera situación: necesitaban el dinero que él iba a ganar para poder comer.

Eran casi las mismas frases que había pronunciado, cuando sus otros hijos pasaron por las mismas circunstancias. Pero tal vez, porque Adil era el más pequeño o el mejor estudiante, quiso consolarle. Sabía que el niño quería seguir en la escuela, pero ella no podía hacer nada para cambiar las cosas.

―Adil, se me ocurre una cosa. Tú sabes, que los palacios están hechos con piedras talladas por canteros ¿verdad? Pues ellos, dejaban una marca en cada sillar que hacían. Así sabían cuáles eran las suyas. Estaban muy orgullosos de su trabajo, aunque solo hubieran hecho una piedra. Tú vas a ser, quien una los pedacitos de cuero que formaran los balones con los que jugarán esos futbolistas tan importantes. Invéntate una marca, algo que haga diferentes los tuyos.

―¿Para qué voy a hacer eso madre?

―Por orgullo, como los canteros. Por estar satisfecho de tu trabajo. Nunca sabes hasta donde pueden llegar tus balones, ni que botas serán las que le den la primera patada. Quizás algún día, uno tuyo, sea el que haga que el equipo de Paquistán gane al de la India. Seguro que entonces, te gustará saber que lo hiciste tú.

―¿Y cómo lo podría distinguir, madre?

―Pues, se me ocurre, que cuando vayas a terminar de coser los octógonos y tengas que cortar el hilo, dejes los rabos un poco más largos. Que casi no se vean. Como yo los tengo que revisar, me encargaré de darles el visto bueno.

El chico, entró aquel día en la fábrica mucho más alegre que cuando salió de su casa. Se había propuesto que sus balones iban a ser los mejores y que iban a llegar lejos, muy lejos. Tal vez, ellos pudieran ir a donde él nunca podría.

Al poco tiempo, la madre de Adil murió. El mucho trabajo, los múltiples partos y la poca comida, acabaron prematuramente con su vida.

El niño, se fue haciendo mayor. Siguió cosiendo balones y orgulloso de lo que hacía, continuaba dejando su marca en ellos.

Un día, mientras estaba viendo el partido que la selección española jugaba contra la croata en Burdeos, el portero español hizo una gran parada y el cámara, enfocó sus manos.

Adil, dio un grito. Acababa de ver dos pequeños rabos de hilo asomando por una de las uniones del balón.

Un enorme orgullo le inundó.

Él no había dado esa patada, pero fue su balón, el que el portero paró.

Sonriendo, recordó a su madre agradecido. Ella no pudo cambiar su destino, pero le ayudó, dándole una pequeña ilusión.

 

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