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La niña que comía poco


Publicado en la Revista Demencia el en nº 15, dedicado a “El hambre”

La niña que comia poco

Asunción lloraba amargamente mientras miraba a su hija tendida en la cama. Acababan de subirla de la UCI y no terminaba de creerse que el cuerpo que estaba allí, fuera el de «su Elena».

El medico había sido muy claro, las siguientes horas serian trascendentales. Si la chica conseguía despertar, quizás fuera posible que se salvara.

Luisa, su otra hija, se encontraba al lado de la cama sujetando la mano de su hermana. Ella había sido la que la encontró inconsciente en el cuarto de baño y llamó a la ambulancia. Estaba muy asustada y preocupada, pero no tan sorprendida como su madre. Realmente, intuía que en cualquier momento podía pasar algo de ese estilo. No se engañaba. En los últimos meses, su hermana gemela había ido cambiando a pasos agigantados y ella había sido testigo de todo el proceso; no pudo dejar de ver, como perdía peso rápidamente al mismo tiempo que cambiaba su forma de ser. A veces, le parecía que era otra persona la que ocupaba el cuerpo de Elena.

Desde que tuvo que repetir curso y cambió de amigas, su comportamiento había sido caótico: dejó de comer y empezó a hacer deporte sin ningún control. Cuando no estaba con aquellas chicas nuevas, se encontraba en el gimnasio o corriendo por el parque.

Al principio, Luisa se burlaba de ella: «Quieres que la gente deje de confundirnos ¿verdad? ¿No será que pretendes adelgazar para que no te pida tu ropa?» le decía sonriendo al ver que mientras ella usaba una talla cuarenta, su hermana había bajado hasta la treinta y seis.

Pero Elena, no le seguía las bromas. Al contrario, muy apenada, no paraba de quejarse de lo gorda que estaba.

―¿Has visto que tripa tengo? Mira mis caderas, parezco un barril ―se quejaba mientras las lágrimas asomaban en sus ojos.

Luisa, al oírla, se miraba al espejo y contemplaba su figura que hasta hacía muy poco era idéntica a la de su hermana. Con sus ciento sesenta y cinco centímetros de altura y sesenta kilos, no se veía gorda, aunque no le importaría perder un par de kilos.

―No digas tonterías Elena. Si tú tienes barriga, ¿qué es lo que tengo yo? ―le preguntaba intentando quitarle importancia al tema.

―Tú estás muy bien. Soy yo, que engordo hasta por beber agua ―le contestaba su gemela completamente convencida.

Luisa, se llevaba las manos a la cabeza ante las tonterías que salían por la boca de su hermana, pero la conocía muy bien y sabía que estaba diciendo lo que de verdad pensaba.

Empezó a asustarse, cuando cada vez que le decía que le acompañara a algún sitio, Elena se negaba: «¿Cómo voy a salir con esta pinta? ¿No has visto cómo se me marcan las mollas?» le decía. No entendía lo que le estaba pasando a su hermana, pero intuía que algo tenía que ver con sus compañeras de clase, todas delgadísimas y con cuerpos de modelos de pasarela.

Las dos chicas, siempre almorzaban juntas en el comedor del colegio y conforme pasaban los días, Luisa, con creciente angustia, iba viendo como al terminar, en el plato de su hermana cada vez quedaba más comida.

―Tienes que comer. ¿Es que no tienes hambre? ―le preguntaba.

―Ya no. Me he propuesto quitarme esta tripa y no voy a parar hasta conseguirlo ―le decía mostrando un vientre completamente plano en el que se le marcaban todos los huesos.

La madre de las niñas, también se había dado cuenta de que Elena no comía mucho, pero no le dio demasiada importancia, pensó que era algo propio de los catorce años.

―Todas las adolescentes hacen cosas raras. Yo a su edad, también estaba muy delgada y hay que ver que esfuerzos me costaba…―pensaba Asunción mientras sonreía.

La niña, también había cambiado de forma de vestir. Las pocas veces que no llevaba ropa de deporte, se ponía unos vestidos anchos de manga larga que ocultaban completamente sus formas. Cuando su madre le preguntó por esa nueva moda, le dijo que era porque ese invierno estaba siendo muy malo y como era muy friolera, esos le resultaban más cómodos y abrigados.

Luisa, se sorprendió al oír la contestación porque en el colegio la calefacción estaba siempre muy alta, pero si recordó, que la había visto muchas veces tiritar, así que se propuso no olvidarse de recordarle cada mañana, que cogiera un jersey más grueso. Lo que la chica no sabía, es que Elena, debajo de esos vestidos llevaba su ropa de deporte y que, en lugar de acudir a las primeras clases, se iba a correr. Se enteró, porque el profesor de matemáticas, que era la materia que tenía su hermana a primera hora, le preguntó en el pasillo por la gripe de su gemela.

Cuando a la hora de comer se encontraron y Luisa le pidió explicaciones, su hermana se enfadó muchísimo y le dijo que no pensaba volver a comer con ella nunca más y desde entonces, ya no habían vuelto a almorzar en la misma mesa.

Asunción, estaba muy molesta con sus hijas. Le parecía muy mal su comportamiento, no le gustaba nada ver a sus gemelas sin dirigirse la palabra y enfadadas todo el día. Esa fue la causa de que cuando Luisa intentó hablar con ella sobre las cosas tan raras que hacia su hermana, no le prestara mucha atención y pensara que todo tenía que ver con la mala relación de las niñas.

Por eso ahora, no podía dejar de llorar. Se echaba la culpa por no haberla escuchado, por no haberse dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Cuando al entrar en urgencias, le preguntaron que si había notado algo raro en la niña, lo único que les pudo contestar fue: «comía poco».

Horas más tarde, cuando el médico le dijo que lo que Elena tenía era anorexia, ella no le entendió. No sabía lo que quería decir esa palabra y el doctor tuvo que aclararle en qué consistía, pero lo que no le supo explicar, era cómo aquella enfermedad había apresado a su hija, cómo su hermosa y preciosa niña, se había convertido en ese saco de huesos que estaba en la cama más muerta que viva y cómo….

―¡Mama! ¡Mama!―gritó Luisa muy contenta― ¡Elena ha abierto los ojos…!


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