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¿Torpe?

Actualizado: 13 dic 2019


Relato para el Club de los retos de Dacil: nubes, pinacoteca, nevera, funeral Las nubes habían cubierto la luna, favoreciendo su trabajo. El hombre, totalmente vestido de negro y con un pasamontañas del mismo color, abandonó rápidamente la pinacoteca con su codiciado lienzo bajo el brazo. Se sentía muy satisfecho de su trabajo. Nadie le había visto entrar ni salir del museo, por lo que nunca le podrían relacionar con el robo. Solo tenía que mantener la calma unas horas más. Presentarse al día siguiente como si nada y sorprenderse mucho, cuando al hacer su ronda para comprobar que todo estaba en perfecto orden se encontrara con el marco de la mejor obra de la sala cubista, totalmente vacío. Seguir el proceso ordenado: cerrar la exposición para retener al público y al posible ladrón dentro, y llamar a la policía. Lo tenia todo pensado. La verdad es que el trabajo había sido muy sencillo. Solo existía un pequeño problema: dónde esconder la preciada obra. El protocolo decía que los primeros sospechosos eran siempre los trabajadores del museo; el registro de su casa sería una de las primeras cosas a las que se dedicarían los investigadores, pero eso lo tenía solucionado, pensó, mientras una sonrisa aparecía por debajo del verdugo de lana. Con paso rápido se dirigió a la funeraria en la que trabajaba su mujer. No le había sido difícil robarle las llaves. En un momento de debilidad pensó en compartir con ella sus proyectos, pero luego decidió que en su futuro nuevo estatus, la vieja, ajada y torpe Herminia no encajaba. A la hora de comer, le prestó toda su atención, mientras ella le hablaba de lo arreglada y presentable que le estaba quedando la anciana que había llegado esa misma mañana. Lo mucho que se había esforzado para que los finados de la mujer la pudieran recordar como en sus buenos tiempos, y lo hermosa que era la caja que habían escogido: una en tono granate, la mejor de la exposición. También le contó lo rica que era la familia y le habló del hermoso panteón en donde pensaban enterrarla. Fue eso lo que le decidió a llevar a cabo su plan ese mismo día. Era una oportunidad única y lo sabía. No tuvo problema para abrir la puerta. Además, dado el tipo de negocio al que se dedicaba, el jefe de su esposa nunca pensó que le hiciera falta colocar una alarma, por lo que no tuvo que flanquear ningún otro obstáculo. Comprobó que la anciana, única ocupante en esos momentos de la nevera, estaba allí, y metió con delicadeza el lienzo bajo los rasos de la caja granate. Acabada su tarea y después de asegurarse que todo había quedado igual que cuando entró, salió de la funeraria, se quitó el pasamontañas y regresó a su casa. Su plan era muy sencillo: al día siguiente, cuando las investigaciones terminaran, él, en un arranque de orgullo, se despediría del dueño de la galería, muy ofendido por que hubieran puesto su honradez en tela de juicio. Después iría a contárselo a su esposa, que estaría asistiendo al sepelio de la anciana. Le acompañaría hasta el cementerio para asegurarse de cual era el panteón de la familia, y esa misma noche, volvería al camposanto para buscar el tesoro que había escondido entre las sedas. Su vida iba a cambiar, por fin la buena suerte había llamado a su puerta. Esos fueron los últimos pensamientos con los que se regodeó antes de caer rendido al lado de su mujer, que intentaba hacerse la dormida. Se despertó radiante y feliz. Pensando en su maravilloso futuro se marchó a la pinacoteca. Todo salió tal y como él pensaba y a las seis, cumpliendo estrictamente su plan, acudió a la funeraria para participar en el funeral. Justo a tiempo de ver como una cortinita cubría la visión de la caja granate que sin que nadie la pudiera parar se deslizaba suavemente hacia el horno de cremación. —Pero, ¿no me dijiste que iban a enterrar a esta señora en su panteón? —le preguntó incrédulo a Herminia que lo contemplaba sonriendo, muy arreglada y con una pequeña maleta en la mano. —¿Se me olvidó decirte que serían las cenizas lo que depositarían allí? —le contestó intentando contener las carcajadas que amenazaban con escaparse de su garganta, al tiempo que salía de la sala para ir a montarse en el taxi que la esperaba, dejando a su esposo plantado, preguntándose a que puerta había llamado la suerte.


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