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¿Margarita o Irma?

Actualizado: 13 dic 2019


Benjamín Adams, cogió el portarretratos de plata que se encontraba en su mesilla. Una hermosa rubia de ojos azules le miraba sonriente desde él.

Una lagrima se escapó de sus ojos al contemplarla. A pesar del poco tiempo que habían compartido vida, la conoció al final de la guerra, cuando la muchacha vagaba entre los escombros de Berlín huyendo de los rusos, la echaba mucho de menos.

Pero sabía que su pena llegaba a su fin, que se estaba acercando el momento, que muy pronto se reuniría con ella, y eso hizo que su pena se transformara en alegría. Su querida Margarita, seguía llamándola así a pesar de que las prueba habían demostrado que su verdadero nombre era Irma, llevaba más de sesenta años esperándole. Desde el 13 de diciembre de 1945, cuando fue ahorcada, siguiendo las órdenes del tribunal americano que la juzgó por crímenes de guerra.

El anciano se sentó en la cama. Estaba muy cansado, desde el amanecer había notado un intermitente dolor en el pecho. Al principio no le dio importancia, pero notaba que cada vez lo que al principio solo era una molestia, se estaba haciendo más constante y fuerte. Su ángel, no el ángel de Auschwitz como la apodaban los testigos que la acusaron implacablemente en Nuremberg, no iba a tardar mucho en poder darle todo tipo de explicaciones, pensó.

Abrió uno de los dos cajoncitos del mueble, sacó una antigua fotografía y un bolígrafo, y con rabia tachó el rostro de una joven morena, que provista de unos exuberantes pechos que no trataba de ocultar, parecía estar contemplándoselos.

—Tú tuviste la culpa de todo. Si no hubiera sido por tus tetas, ese fotógrafo nunca os hubiera hecho el retrato y mi Margarita seguirá conmigo. Por mucho que dijeran aquellos desgraciados, no hubiera habido ninguna prueba de que ella era una maldita nazi asesina.

Luego, con dulzura, le dio un beso a la pequeña cabeza de una rubia que se encontraba en segunda fila, tras la mujer que acababa de ser tachada. A pesar de no ser la figura principal, el artista la había sacado con sorprenderte nitidez. No cabía duda de que era la misma mujer que presidia la habitación desde su portarretratos.

Fue lo último que hizo, antes de que su corazón, harto de tanto dolor, diera por finalizado su trabajo y se parara. El americano había ido a reunirse con el Ángel de Auschwitz, su gran y único amor.


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