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La mujer pelirroja

Relato para el Club de los retos de Dácil

La mujer pelirroja de larga melena esboza una sonrisa mientra mira la única pintura que cuelga de las paredes de la consulta de su psiquiatra. Se trata de una reproducción del Phenomenon, la famosa obra de Remedios Varo.

Se encuentra en la sala de espera aguardando su turno, y mientras mira la imagen, escucha las noticias que le llegan por el auricular de su móvil. El locutor acaba de contar que, en muchos pueblos, los vecinos estaban sacando sus trastos viejos a la calle. Por la noche, con todos ellos, harían la tradicional hoguera para celebrar la festividad de San Antón.

Esas simples palabras, unidas a la visión de la pintura, le traen dulces y lejanos recuerdos que le hacen renacer.

Toda la tristeza, la sensación de angustia y pena con la que se había levantado, tal y como le sucedía invariablemente cada mañana desde que su marido la dejó después de tener la consabida charla que comenzaba con: “siéntate que tenemos que hablar”, desaparece en ese instante.

Por un momento se identifica con la figura del cuadro que tras la cortina roja que cubre la pequeña ventana mira lo que pasa fuera. Pero en lugar de ver al hombre convertido en sombra que sigue su camino, y a la sombra transformada en hombre que igual que ella se empeña en permanecer en aquel lugar contemplando lo que ocurre, se descubre a si misma con una pelota en las manos, vestida con un chaquetón rojo, el pelo recogido en dos coletas a los lados de una cara radiante y feliz, como solo se puede poseer cuando se tienen trece años, toda la vida por delante y se acaba de descubrir que el chico que te gusta también está interesado en ti.

La chiquilla no está sola. A su lado, un mozalbete la mira embelesado mientras acuciado por los otros componentes de la pandilla trata de quitarle el balón sin atreverse a tocarla. Cuando ella sonriente se la da, todos empiezan a correr tras él, mientras chillan y gritan dando vueltas alrededor de la hoguera.

—Señor Hernández —dice la enfermera en un tono monótono y aburrido desde la mesita que ocupa al lado de la puerta de la consulta, haciendo que la mujer deje de mirar el cuadro e interrumpa sus recuerdos.

De nuevo toda la angustia que sentía momentos antes vuelve a aparecer haciendo que su cara se cubra con un velo de infelicidad.

El aludido abandona su asiento, balbucea una despedida y sale de la salita dejándola sola.

Ella, ya sin cortapisas, se levanta, y casi sin poder evitarlo, se acerca al cuadro y lo mira con intensidad, deseando con todas sus fuerzas volver a recuperar sus recuerdos y que la angustia desaparezca.

No tarda en conseguirlo. Otra vez se ve detrás de la cortina contemplando una escena distinta: la chica de las coletas juega con un papel doblado que le ofrece su amigo.

Se trata de un comecocos, un juego al que ella cuando era niña le llamaba «el adivinador».

Ve que la muchacha, risueña y haciendo gala de una incipiente coquetería, le hace una pregunta al muchacho, que responde apresuradamente con timidez. Por la cara que ella pone al oír la contestación y la sonrisa que se extiende por su rostro ruborizado, imagina sin ningún esfuerzo cual ha sido el diálogo.

Él, de repente, se pone serio y con infinito cuidado toma la mano de la niña entre las suyas. Ella no la aparta: le tranquiliza con una sonrisa.

Al momento la jovencita mira su reloj de pulsera y los dos comienzan a caminar hacia casa de la chiquilla; es la hora hasta la que sus padres le suelen dar permiso.

Mientras, el resto de sus amigos siguen riendo y bromeando a la vez que asan sus chorizos y patatas en las brasas de la fogata.

La mujer siente una gran paz, una tremenda sensación de bienestar y desea que ese instante no acabe nunca.

—Señora Morales —llama en ese momento la ayudante del doctor.

A los treinta segundos repite sus palabras un tanto molesta —esa paciente no es precisamente de sus favoritas—, ante la ausencia de respuesta.

Al ver que tampoco aparece se levanta un poco preocupada, temiendo que algo malo le haya podido ocurrir.

Pero al entrar, asombrada descubre que la salita está vacía. Mira detrás de los sofás cada vez más asustada al no encontrarla allí. Temiéndose lo peor se acerca a la ventana para asegurarse de que está cerrada, pero al hacerlo, sus ojos se fijan en el cuadro. Nunca le ha gustado, pero en ese momento le da la impresión de que ha dejado de ser tan inquietante como antes. Se detiene ante él, y entonces descubre lo que ha variado: la figura con sombrero y bastón que se aleja, ha sido sustituida por una pareja de adolescentes que cogidos de la mano caminan sonriendo mientras su sombra se refleja en el suelo, y tras una ventana, se ve la cara de una mujer con una larga melena pelirroja que según acaba de darse cuenta, tiene el mismo rostro que la señora Morales.

–¡Doctor! ¡Doctor! —grita horrorizada a la vez que abandona corriendo la habitación en busca de socorro.

Mientras, una expresión de paz y tranquilidad aparece en el rostro de la pelirroja del cuadro.

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