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La cocinera, la ninfómana y la bruja


relato de tres

Ana Larraz Galé Maquita se miró al espejo antes de salir. Llevaba bien colocada la cofia y el color dorado de su piel, que había adquirido en los muchos años que había pasado en el desierto, le pareció en aquel momento que le hacía parecer más joven, que le favorecía, y se sintió guapa. No era la primera vez que la llamaban para felicitarla por su trabajo. Ella había sido la cocinera principal de Gadafi, el antiguo presidente de Libia y le había acompañado en sus múltiples viajes por el desierto. Muchas veces el coronel, le había llamado a su jaima para darle la enhorabuena por su comida, pero ahora, todo eso había quedado atrás. Estaba segura de que ya no volvería a ver las arenas amarillas de su tierra y que nunca más cocinaría en el desierto. Todo había acabado. Su jefe estaba muerto y ella había conseguido escapar con vida de milagro. Casi no sabía cómo, pero cuando todo el tumulto empezó, ella consiguió llegar al puerto de Trípoli y allí montar en un barco que le llevo a La Valeta en la isla de Malta. La suerte la acompaño porque allí estaba anclado un crucero de los que hacían el circuito del mar mediterráneo. La cocinera principal del buque había enfermado, estaban buscando una y ella se presentó y consiguió el trabajo. Maquita, nunca había salido de Libia, pero en esos momentos, pensó que cuanto más lejos estuviera de su país, mejor le iría y sin dudarlo, se enroló en el barco. Ya llevaba más de una semana de viaje y hasta ese momento, todo había ido sobre ruedas. Hacía tres días que habían hecho escala en Venecia y allí consiguió su primer permiso y pudo bajar a tierra. La libia, se quedó fascinada al contemplar la ciudad, le pareció la más bonita del mundo. Allí fue donde embarcaron las dos mujeres que ahora la estaban esperando en el comedor. Charlé, el camarero que había ido a decirle que cuando acabara el turno se acercara a su mesa, se lo había dicho. Ella ya lo sabía. Había subido detrás de ellas y además, les había ayudado con sus maletas de mano, aunque estaba segura de que las dos mujeres, no la recordarían. La verdad es que no sabía si le gustaban mucho las nuevas viajeras. A la rubia, la que llevaba un vestido tan ceñido que parecía que se lo hubieran cosido a la piel, la había vuelto a ver la primera noche en un sitio muy poco usual para los pasajeros. Salía del camarote que compartían los cuatro pinches de cocina que estaban a sus órdenes y por los gritos y risas que dieron los chicos cuando la rubia se alejó, su visita no había sido solo social. No es que a Maquita le importaran las vidas de los demás, pero le sorprendía que la veneciana hubiera ido a buscar sus conquistas a la bodega del barco. Tampoco sabía que pensar acerca de la otra, de la acompañante de la rubia. Era todo lo contrario que su amiga. Bajita, morena, bastante feúcha y vestida totalmente de negro. Solo le faltaba una verruga en la nariz y un sombrero de pico para parecer una bruja. Y ése era el nombre con el que le había apodado la tripulación. Desde que ella subió al barco, no habían dejado de pasar cosas extrañas y siempre a las personas que estaban cerca da ella. La camarera encargada del camarote donde se alojaban las dos mujeres, había tropezado en un chaleco salvavidas que las ocupantes habían dejado en el suelo y se había roto una pierna, eso sí, después de que les hubiera interrumpido muestras dormían la siesta. El sumiller que les servía el vino, había derramado el contenido de la botella sobre la mesa, cuando se estaba llevando el caldo que ellas habían rechazado porque decían que estaba picado. La cocinera dio un gran suspiro, movió la mano cerca de sus ojos como si quisiera apartar los malos pensamientos, echo una última mirada al espejo y dio por terminada la comprobación de su aspecto y con muchos nervios en la boca de su estómago, salió del vestidor de la cocina y con paso decidido entró en el comedor que ya se había quedado vacío, al encuentro de las dos mujeres que le habían hecho salir de sus dominios. Purificación Estarli Allí estaban las dos, la rubia ceñida y la de negro, sentadas en una mesa del comedor principal, con una copa de vino cada una en la mano. La rubia, al ver aparecer a la cocinera, le hizo un gesto con la mano queriéndole indicar que se acercara a donde ellas estaban. —Hola —dijo la cocinera al llegar en inglés. —Hola —respondió la mujer vestida de negro, también en inglés—. Solo queríamos felicitarla por su trabajo. Mi hermana y yo hemos quedado sorprendidas gratamente con sus exquisitos platos. —Muchas gracias —fue la corta respuesta de Maquita—. Siempre es agradable que reconozcan tu trabajo. —Mi nombre es Gabriella —se presentó la de negro. Luego, señalando a la rubia, dijo—: Y ella es Fiorella, mi hermana. Somos de Venecia. Veo que su acento es algo particular, ¿de dónde es usted? —Mi nombre es Maquita y soy de Libia. —¿Lleva usted mucho tiempo trabajando en este crucero? —Pues la verdad es que no, solo llevo una semana. Este es mi primer empleo a bordo de un barco. Siempre he trabajado en tierra firme, y siempre en mi país. Fiorella llamó a un camarero y pidió otra botella de vino igual al que se acababan de beber, un Ribera del Duero. Invitaron a sentarse a la cocinera y a tomarse una copa con ellas. Maquita no supo si aceptar la invitación o no. Miró su reloj de muñeca y pensó que ya había acabado su jornada en la cocina y que parecían dos mujeres interesantes. La curiosidad por saber más de las dos mujeres venecianas le pudo y, finalmente, se sentó y aceptó esa copa que ya Fiorella le estaba llenando. —¿Viajan ustedes dos solas? —preguntó Maquita. —Así es. Mi cuñado —comentó la rubia ceñida mirando a su hermana— falleció hace seis meses y mi hermana necesitaba salir y olvidarse un poco de todo. —Esta era la última voluntad de Marcos —añadió Gabriella—, hacer el crucero que él nunca pudo hacer por culpa de su maldita enfermedad. —Lo siento mucho —señaló la cocinera—. Ya me extrañaba a mí que una mujer tan joven vistiera de negro riguroso. —Bueno, la verdad es que el negro siempre ha sido mi color favorito. No visto así por estar de luto ni mucho menos. Fiorella la interrumpió, añadiendo: —Mira que se lo digo, pero ella no me hace caso. El negro no favorece. Una falda, un detalle, pero ¿toda la ropa negra? La gente es cruel con esas cosas, y comienzan a burlarse. —¿Se burlan de ti por vestir de negro? —quiso saber Maquita, asombrada. —Me llaman la bruja Befana —contestó Gabriella a la pregunta de la cocinera después de dar un buen sorbo a su copa de vino. —La bruja Befana es una figura de ficción, una leyenda, que reparte regalos a los niños en Venecia el 6 de enero. Las mujeres se visten de brujas y participan en una regata simbólica —explicó Fiorella—. Es una fiesta muy importante y especial para los niños. Mi hermana siempre ha participado en dicha regata, como muchas mujeres, pero era la única que vestía de negro íntegramente, por lo que desde entonces su apodo es la bruja, sobre todo entre los niños del barrio donde vivimos. Gabriella se llenó de nuevo la copa y miró a Fiorella de manera extraña, al menos eso es lo que le pareció a Maquita. Intentó cambiar de tema para que no siguiera su hermana hablando de ella. Esther Santana Fiorella brindó con la copa en alto, tomó un sorbo del exquisito vino y con una amplia sonrisa miró a su hermana. Después tocó suavemente la copa de Maquita en señal de brindis y ambas bebieron, Fiorella saboreando con placer el vino y Maquita temiendo que la conversación no terminara en una discusión entre las hermanas, dada la mirada que entre ambas se produjo. —No te preocupes, hermanita, no seguiré hablando de ti y de tu apodo. Aunque, pensándolo bien, ¿no crees que es peor cómo me llaman a mí? Dicho esto soltó una carcajada y ambas hermanas rieron sin tener en cuenta que Maquita se encontraba totalmente ajena, mirando expectantes a las dos, esperando que no la dejaran con la incertidumbre. Estaba acostumbrada a no hacer preguntas, se limitaba a hacer su trabajo y dar las gracias cuando la felicitaban. Su misión como cocinera es preparar los platos que están en el menú del día, y cuando trabajaba con Gadafi cumplía los deseos culinarios de su amo sin rechistar, por lo que ahora no se atrevía a preguntar cuál era el apodo de la rubia, esperó pacientemente hasta que alguna de ellas se decidiera a hablar. —Lo dices tú o lo cuento yo —dijo Fiorella mirando a su hermana con una sonrisa burlona—. De acuerdo, no te pondré en ese compromiso, lo contaré yo. Me conocen como “ la lucciola”. Dicho esto tomó otro sorbito de vino y sonrió mirando a Gabriella, tenía un semblante serio, pero Fiorella ya estaba acostumbrada por lo que no le dio importancia. Soltó la copa, se ajustó el vestido, se recompuso el pelo agarrándolo con unas trabas plateadas y miró hacia Maquita, observando que tenía una expresión de desconcierto y de no saber a qué se estaba refiriendo. —“La lucciona” es prostituta en italiano. Si ya Maquita estaba desconcertada cuando escuchó a Fiorella no pudo fingir su asombro y en el fondo malestar. Pero no quería ser descortés y menos opinar sobre dos clientas las cuales no le habían pedido su opinión. En su país la prostitución estaba prohibida, aunque todos sabían que existían mujeres que eran utilizadas para el desahogo de muchos hombres, sobre todo cercanos al régimen, pero no cobraban por “su trabajo”, simplemente eran esclavas sexuales. Sin embargo, había escuchado que en otros países mujeres que se dedican a estos menesteres cobran por “su trabajo”. —Ya que has contado cómo te apodan, creo que deberías explicar toda la historia. Has dejado a nuestra cocinera favorita desconcertada. A Gabriella no le gustaba nada hablar sobre el apodo de su hermana. Habían sido muchos años de escuchar, unas veces en su propia cara y otras a sus espaldas, cómo se referían las personas de su entorno cuando hablaban de Fiorella, y en más de una ocasión tuvo problemas por defenderla, pero en su ciudad la gente no era tan respetuosa como a ella le hubiese gustado. —Maquita, en realidad no soy prostituta. No cobro por estar con los hombres. Soy, como me definió acertadamente un especialista al que me llevó mi madre, una “ninfómana”. Verás —prosiguió para aclarar mejor la situación ya que la cara de Maquita era un puro poema de desconcierto teniendo en cuenta que no conocía esa palabra—, me encantan los hombres, de todo tipo, de toda condición, y me encanta tener sexo con cada uno de ellos. No lo puedo controlar y si te digo la verdad, no quiero controlarlo. Soy feliz, disfruto con lo que cada uno me da y sigo mi vida sin molestar a nadie. Mi lema es “disfruta y no hagas daño”. A pesar de que en mi ciudad, en mi entorno, las personas han querido hacerme sufrir con sus comentarios, he salido adelante con el convencimiento de que cada uno es libre de actuar como quiera, siempre que las consecuencias no perjudiquen a los demás. Así he vivido y así seguiré viviendo hasta que este hermoso cuerpo aguante. Dicho esto, Fiorella tomó su copa, la levantó en alto e invitó a sus acompañantes para que brindaran con ella. Las copas chocaron como chocaron todas las emociones y sentimientos en el interior de Maquita, pero no pudo articular palabra alguna, brindó, bebió y soltó su copa suavemente sobre la mesa. —Y ahora, si me lo permiten, debo ausentarme, hay un señor justo detrás de la barra que no deja de mirarme. Ya lo dije, no lo controlo y no lo voy a controlar. Ha sido un placer hablar contigo, Maquita. Brujita nos vemos después. Cómo terminó el crucero es otra historia para relatar en otro momento, cada uno puede sacar sus propias conclusiones.

 


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