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Y murió solo.


Y murio solo

Y murió solo

Le llamaron a ella; figuraba en su agenda como número prioritario. Al principio pensó en no ir, no le debía nada a aquel tipo que tanto le había hecho sufrir, pero luego decidió que nadie se merecía morir solo como un perro.

No le habían llevado al hospital, estaba desahuciado y había dejado dicho que quería morir en su cama, así que Irene se armó de valor y fue a verle. Ni siquiera tuvo que llamar a la puerta, aun conservaba las llaves con las que un lunes por la mañana, de eso hacía cinco años, después de asegurarse de dejar la puerta bien cerrada para que su exmarido, ése que estaba tumbado en la cama, no se enfadara con ella por haber vuelto a hacer algo mal, salió con la intención de no volver jamás.

Cuando le llamaron, el médico le dijo que a Luis le quedaban apenas unas horas de vida, así que después de acercarse al moribundo y ver en sus ojos que le había reconocido, buscó una silla en la habitación que había sido suya y se sentó a esperar.

Se puso a mirar al hombre al que había amado con todas sus fuerzas, intentando encontrar algún sentimiento hacia él, pero no lo halló. No sentía odio, ni siquiera piedad al ver su estado. Se quedó asombrada. No había nada, él lo había destrozado todo.

Aburrida de mirar al despojo humano en el que se había convertido su exmarido; la bebida había ayudado mucho a ello, se levantó y se acercó a la estantería donde antes solía guardar los álbumes de fotos. Se sorprendió al comprobar que allí seguían. Casi temblando y un poco emocionada, cogió uno de ellos y con el en la mano, se sentó en la cama de tal manera que el enfermo pudiera ver con ella, las fotos que contenía.

—Mira Luis. Aquí estamos tú y yo el día que nos graduamos —comenzó a hablar la joven—. ¿Te acuerdas? A mí me dieron el premio al mejor expediente. Esa misma tarde fuimos al colegio de abogados a inscribirnos. ¡Ah!, es verdad. No me acordaba que no me dejaste que lo hiciera. Recuerdo que dijiste que era una tontería porque total, nos íbamos a casar en julio y con los preparativos de la boda y esas cosas no me iba a dar tiempo a buscar trabajo, que era mejor que lo dejara para cuando volviéramos del viaje de novios y así nos ahorrábamos pagar esos meses.

El enfermo, dejó de mirar las fotos y le contemplo con ojos expectantes. Llevaba una mascarilla de oxígeno que le impedía hablar.

—Luego, no me permitiste hacerlo. Te negabas a que trabajara fuera de casa. No sé si tenías miedo a que te superara o a que encontrara a alguien mejor que tú, pero no te preocupes, al día siguiente de salir por esa puerta, me di de alta. Fue tu madre la que me acompañó a hacerlo y la que me concertó la cita en el despacho en el que ahora trabajo.

Luis, alzó las cejas, sorprendido por lo que acababa de escuchar. No sabía que las dos mujeres mantuvieran ningún contacto.

—En esta foto se me ve feliz, era nuestra primera Navidad de casados —continuó diciendo Irene—. Mis padres y mis hermanos habían venido a pasarla con nosotros. ¡Qué suerte que nos la hiciéramos al principio! Al acabar la cena les echaste y les prohibiste que volvieran. No sabes cómo me dolió aquello, pero yo te obedecí, dejé de verlos, aunque ellos siempre siguieron pendientes de mí. Supongo que te alegrara saber que ahora vivo justo encima del piso de mis padres. Mi hermano mayor lo alquiló para mí, en cuanto se desocupó. Resido allí desde que te deje.

El moribundo cerró los ojos fuertemente durante unos segundos mientras su exmujer le contemplaba con satisfacción.

—Fíjate, en esta foto, aún tengo una media sonrisa. Era el día de mi cumpleaños, acababa de hacer los veinticuatro. Mira, son mis amigas. No sé si les recuerdas porque jamás volví a celebrar ninguno, y ellas nunca volvieron por casa. No querías que me relacionara con nadie que no fueras tú y bien que lo conseguiste. Según decías, eran unas putas y me prohibiste que las viera. Las pobres, se cansaron de llamarme; siempre les decía que no y dejamos de tener contacto. Hoy en cambio, les voy a ver. En cuanto salga de aquí, hemos quedado para ir a tomar unas copas.

Irene vio cómo su exmarido apretaba el puño derecho, pero no por ello se calló.

—¡Dios mío! ¡No me acordaba de esta foto! Parezco un adefesio. Es de la época en la que decidiste que ropa me quedaba bien y cual no. Solo te faltó colocarme un burka… ¿Te gusta el vestido que llevo? —le preguntó la joven levantándose para que Luis le viera bien — Lo estreno hoy. Tu hermana me acompaño a comprarlo.

Él, le miraba con los ojos inyectados en sangre, mientras ella daba vueltas sobre si misma para enseñarle bien el modelito.

—¿Sabes Luis? Los peores años de mi vida fueron los cuatro que estuve casada contigo. Conseguiste anularme y convertirme en una sombra de lo que era, pero no te preocupes, ya lo he superado. Pedí ayuda y toda mi familia y mis amigos, a pesar de lo mal que les traté, me echaron una mano. Hoy vuelvo a ser feliz.

En ese momento sonó el teléfono de la mujer.

—¿Sí?... Un momento, ahora mismo bajo, cariño.

—Perdona, pero me tengo que ir —le dijo al moribundo acercándose para que la oyera bien.

Luis, alzó las cejas, apretó los puños e intentó decir algo.

—Ah, ¿qué quieres que me quede? Lo siento, pero al ver estas fotos, he recordado todo lo que pase y creo que no lo mereces.

Irene se dio la vuelta, cogió el bolso que había dejado colgado de la silla y sin volver la vista atrás, abrió la puerta y se fue.

 


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