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No es oro todo lo que reluce


-Veras que lugar tan maravilloso. Es una casita al lado de la playa; pegada a un mar como nunca has visto. Tiene el mismo color que tus ojos, ¡precioso! -le decía el hombre, al tiempo que acompañaba sus palabras de caricias y tiernos besos- Jamás has conocido lugar como ese. Un acantilado inmenso vigilará nuestro hogar y un agradable sol, rey de un cielo sin nubes, se asegurará de que nunca vuelvas a sentir frió.

Tanto le habló de lo maravilloso que era aquel sitio que al final la convenció.

La mujer dejó atrás a su familia, a sus amigos y a su vida y se marchó con él a ese paraje de ensueño.

"Todo es tal y cómo me lo había contado; una preciosidad', pensó al tiempo que intentaba sujetar su pañuelo que había salido volando mecido por la brisa, sin conseguirlo.

El problema surgió cuando se dio cuenta de que a su amante se le había olvidarle darle un detalle:

A aquella maravilla solo se podía llegar en barca y él no pensaba soltar jamás las llaves de la pequeña lancha en la que cada amanecer se marchaba dejándola sola hasta el anochecer.

A la mañana siguiente, mientras contemplaba como su amado se alejaba, la joven, secándose una lágrima que no pudo detener, se dio cuenta de que en aquel viaje, además del pañuelo, había perdido su libertad.

La mujer miró como su amante se alejaba con la lancha dejándola sola en la hermosa playa. Él sabía que a la vuelta la encontraría allí; tenía claro que la única forma de salir de la preciosa cala era en la embarcación que conducía en esos momentos. Antes de irse se aseguró de explicárselo y de confiarle lo que deseaba encontrar al volver a la bonita casa cueva: orden, limpieza, una buena cena seguida de una conversación agradable, y una hembra ardiente para que le calentara la cama. A cambio, la recompensaría con una maravillosa noche de amor en la que le aseguraba que le iba a hacer gozar y disfrutar como nunca nadie le había hecho sentir. María, ese era el nombre de la joven, no dijo nada; no intentó pelear —el hombre era más fuerte que ella y tenía las de perder—, ni llevarle la contraria. Debía ser fuerte para no demostrar que todo aquello parecía un delirio de una mente calenturienta y esforzarse en no dejar traslucir sus pensamientos. Se quedó un rato en la playa, mirando unas veces hacia el mar abierto y otras hacia el enorme acantilado que se alzaba tras la casa, y cuando estuvo segura de que aquel insensato no iba a volver, entró en la casa y se puso a revolver entre las cosas que había dentro. Su búsqueda fue fructuosa porque salió totalmente equipada; quizás no de la manera más convencional, pero si suficientemente preparada para hacer alpinismo. El dueño de la lancha nunca le preguntó por sus aficiones por lo que no sabía que era enamorada de ese deporte, es más, tenía en su haber varios premios, pero eso, aquel imbécil lo desconocía. Cuando ya parecía que se iba a ir hacia el acantilado, se paró de forma brusca, como si de repente hubiera recordado algo y volvió de nuevo a la casa cueva. Al momento salió sonriendo y con una botella de sidra en la mochila. —Era lo único bueno que había ahí dentro —le dijo a las gaviotas que llenaban la orilla del mar. Ignorándolas, se dio la vuelta para acercarse a la montaña. Acarició la roca con devoción y cariño como hacía siempre antes de comenzar una escalada, pero, con tan mala suerte, que su mano tropezó con un saliente. —¡Vaya! —exclamó muy molesta—. ¡Que rabia! Me temo, que esto es lo único que voy a sacar de esta tonta hermosa historia de amor: ¡Una uña rota!—sentenció con una mueca, para a continuación iniciar el ascenso que le llevaba hacia su libertad.


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